Soñar en Roma
Cuando viajo, me gusta soñar. Me emociona meterme, como dice Joaquín Sabina, en el traje y la piel de todos los hombres que nunca seré. Me encanta pensar que sé lo que sentiría Atila al hollar las tierras alrededor de Constantinopla; el peso del sol y el mordisco del frío que el Cid habría sufrido cabalgando por tierras castellanas o la emoción de Julio César al declarar que la suerte estaba echada y convertir en Rubicón en Historia gloriosa cuando sólo era discreta geografía.
Y hablando de romanos y de Roma, no es preciso dormir en la Ciudad Eterna para soñar. Porque es a eso a lo que te invita cada rincón de la capital de Italia. Es difícil visitar el Foro romano y no dejar vagar la imaginación a la vez que lo hace la mirada, pensar cómo se regía un caos como lo era la Urbe, capaz a su vez de ordenar y conducir con mano de hierro a casi todo el mundo conocido.
Hablando de la Roma Antigua, emociona pensar qué sentirían los condenados (cristianos o paganos) que entregaban sus vidas para que los romanos tuvieran su ración de circo. Y sobrecoge reflexionar sobre qué sentiría un espectador del Coliseo o de cualquier otro circo… ¿Sed de sangre? ¿Asco? ¿Miedo?… En este caso, creo que no puedo meterme en la piel del que sale con ella intacta…
Roma: el material del que está hecha el alma
Ciertamente, son cientos las ciudades que tengo en mi lista de espera, y casi todas europeas, dado que lo que desciendo y soy en un porcentaje muy alto lo que su Historia ha hecho que sea. Tal vez por eso, además de tener sangre árabe (siete siglos en la Península hacen que quien se crea “Cristiano viejo” sea más bien un iluso), pero aquella que, como decía Cervantes de Salamanca “Enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado” es Roma.
Ocurre que, al igual que en el caso de la ciudad universitaria española, es posible que hace siglos se pudiera hablar de la apacibilidad de su vivienda, pero hoy por hoy, salvo en determinadas zonas, el bullicio es el que se ha hecho dueño de la mayoría de las sensaciones, de modo que es difícil extasiarse ante la fontana de Trevi o visitar la Capilla Sixtina sin oír exclamaciones de admiración en al menos una docena de idiomas a la vez.
Claro que ese es un peaje muy pequeño si pensamos que estamos viendo el arte, reflejo de una Historia que es, a su vez, material de una cultura que refleja nuestra alma.